miércoles, 29 de diciembre de 2010

¿Me dejas que me siente?

Tarde post-comida familiar en casa de mi cuñada. Los niños juegan en el suelo y yo me aburro sentado en el sofá. Alguien pone un canal de dibujos animados. Los niños se alegran y dos de ellos se sientan junto a mí y se disponen a ver la película de la tele. Viene Miriam, una de las gemelas de Pepe y Vicky, y me pregunta:

- ¿Me dejas sentarme, Tomàs, para ver los dibujos?

Me aparto un poco y le digo

- Siéntate aquí -le he dejado un pequeño espacio.

- No -responde- aquí no hay sitio, es muy estrechito.

Entonces me levanto del sofá y me siento en una silla. Miriam se queda sentada en el sofá junto a las demás niñas para mirar los dibujos de la tele.

Varios se sorprenden. Yo no. Se sorprenden de que haya dejado mi asiento a una niñita de cuatro años que quería ver sus dibujos animados en la televisión. Alego que me lo había pedido con respeto y con educación y que yo no podía hacer otra cosa que cederle el sitio.

Si Miriam hubiera tenido treinta o cuarenta años más a nadie le hubiera parecido extraña mi acción.

Los niños de cuatro años no son iguales que los adultos. Pero a la hora de hablar de respeto, sí. En esa zona de los valores humanos hablamos de personas, no de edades.

La escuela Summerhill de Inglaterra pertenece al movimiento de las llamadas escuelas libres. En realidad es una de las pioneras del asunto. Las decisiones sobre la marcha del centro se toman en asambleas. En ellas, el voto de un niño cuenta lo mismo que el del profesor. Claro está de que se trata de temas que afectan a la comunidad, no al trabajo de unos o de otros.
A mí eso me parecía raro y excesivo. Estoy empezando a cambiar de opinión. Allí no hablan de educar en valores y bla, bla, bla. Allí los ponen en práctica.

¿Aquí? ¿Qué hacemos aquí?

miércoles, 22 de diciembre de 2010

¿Dulce Navidad?

Si no fuera por: los villancicos (me gustaría ahogar los peces en el rio y al que canta), los tipos disfrazados de Papá Noel tocando una campana (que dan miedo), las barbas postizas de los Reyes Magos (que dan pavor), los mantecados, los polvorones (que quedan incrustados en la barriga de por vida), las zambombas (¿es eso un instrumento musical?), la gente borracha que te chilla al oído, los matasuegras, las copas de cava caliente, el tener que estar alegre por cojones, el chifle de las cornetas de plastico que te dejan sordo, los petardos, Raphael en la tele, las cenas sin piedad, el turrón blando, el turrón duro, los vestidos de noche espantosos, los buenos deseos para el nuevo año que ni son buenos ni se piden, los pesadísimos niños de la lotería, el puto concurso de saltos de esquí de año nuevo, el confeti en las copas, la frasecita "a ver si nos toca la lotería", una comida y otra y otra y otra, los patéticos abetos de plástico que venden los chinos, el espumillón de los cristales de las ventanas (¿eso adorna?), las coronas en las puertas (que parece que anuncian un muerto), los papas noeles trepando en los balcones, las lucecitas intermitentes (algunas terrazas parecen bares de putas de los años 60), las gambas a 60 euros, reuniones de familias en las que nadie tiene nada que decir, los belenes con los lagos hechos de papel de plata de chocolatinas y bombillas envueltas en celofan de colores, la cara maquillada del Rey en la tele soltando su mismo mensaje todos los años, los calcetines que te regalan, la fina lluvia, la humedad en los huesos y en el pelo, los codazos en las tiendas, los números de lotería feos (los guapos son igual de absurdos), la poesía del niño subido a la silla (apenas se le entiende), los madrileños gritones de la Puerta del Sol (no son las doce y ya van totalmente cocidos) etc. etc.

Si no fuera por todo eso las Navidades estarían muy bien